Un señor está convencido de que alcanzará la felicidad cuando posea tantas tierras como las de su vecino. Aunque posee una familia y lo necesario para vivir, todos los días se asoma por la ventana y su mirada se pierde en el vasto horizonte sin llegar a percibir el límite de las posesiones de su envidiado vecino.
Llega un día en que el vecino le ofrece tantas tierras como él mismo pueda alcanzar a recorrer a la máxima velocidad y sin detenerse, desde el inicio del día hasta la puesta del sol. Este señor se dirige al lugar en donde le han ofrecido iniciar con esa generosa oferta.
Se prepara para su gran oportunidad. Al escuchar el disparo sale como si fuera una bala. Corriendo bajo el sol de la mañana, no mira ni a derecha ni a izquierda; corre bajo la luz cegadora, y el calor ardiente. Sin detenerse a comer o a descansar, continúa su recorrido agobiante y abrumador. Y cuando el sol se pone, tambaleándose, completa su recorrido.
¡Victoria! ¡Éxito! ¡Ha realizado el sueño de toda su vida! Y cuando aquel hombre le dice que volteé a mirar todas sus posesiones, el señor voltea y cae muerto.
La avaricia puede llevar a la persona a perderlo todo. En cambio, la generosidad, el compartir; el desprendimiento y la solidaridad dan felicidad.
Cuando un día, el hombre, tiene el dinero que siempre quiso tener, se da cuenta de que la vida se le ha ido, que la familia ya no se encuentra a su lado, que aquellos que realmente le amaban ya se han marchado, cansados ellos mismos por sus tantas y frecuentes ausencias. Hemos renunciado a la sabiduría que proviene de Dios.